El Concilio Vaticano II manifestó la determinación de renovar el “Sacramento de la Reconciliación” y dijo: “Revísense el rito y las fórmulas de la penitencia, de manera que expresen más claramente la naturaleza y el efecto del sacramento” (Concilio Vaticano II, SC 72). El Ritual, nacido del Concilio (1973) aprobado por el beato Pablo VI, recoge los términos de la reforma conciliar y sobre todo el espíritu que la anima. En el año 1984 hubo un Sínodo Ordinario de los Obispos sobre el “Sacramento de la Reconciliación”. Las conclusiones las recogió San Juan Pablo II en la Exhortación: “Reconciliación y penitencia”. Este título ya manifiesta la nueva terminología que le dio el Concilio al llamarle “Sacramento de la Reconciliación”. Se trata de revitalizarlo ya que es esencial en la vida cristiana.

Los cambios que ha habido a lo largo de la historia son antecedentes que manifiestan la necesidad de adaptarlo a las exigencias culturales y antropológicas en las que se desarrolla la vida cristiana. Así el Concilio culmina, con fidelidad y madurez, las reflexiones de los siglos; desde la enseñanza de Jesús, la tradición de los apóstoles y padres de la Iglesia y las resoluciones de los diversos concilios, hasta nuestros días.

La reforma se basa en unos principios clave. Ante todo el pecado es ofensa a Dios y a la comunidad eclesial (Concilio Vaticano II, LG 11). Hay que situarlo en la estructura de la Iglesia teniendo en cuenta la dimensión comunitaria del pecado. El Concilio al hablar de “reconciliación” pone el acento en el encuentro y la comunicación para unir lo que estaba separado, para restaurar la amistad y la paz en relación a Dios, a los demás, a la Iglesia, consigo mismo, con la creación entera. Se proponen además, en la reforma, celebraciones penitenciales que preparan la celebración sacramental personal, ayudan a la conversión y promueven la virtud de la penitencia.

El Catecismo de la Iglesia Católica nos presenta la forma de confesarnos. “La confesión individual e íntegra y la absolución continúan siendo el único modo ordinario para que los fieles se reconcilien con Dios y la Iglesia (…) Y esto se establece así por razones profundas. Cristo actúa en cada uno de los sacramentos. Se dirige personalmente a cada uno de los pecadores (…) es el médico que se dirige sobre cada uno de los enfermos que tienen necesidad de él para curarlos (…) Por tanto la confesión personal es la forma más significativa de la reconciliación con Dios y con la Iglesia” (cf  CEC, nº 1484).

El “Sacramento de la Reconciliación” puede también celebrarse en el marco de una celebración comunitaria, en la que los penitentes se preparan a la confesión individual –manifestando sus pecados-. Posteriormente, juntos dan gracias a Dios por el perdón recibido (cf CEC, nº 1482). En caso de necesidad grave se puede recurrir a la celebración comunitaria de la reconciliación con confesión general y absolución general. Semejante necesidad grave puede presentarse cuando hay un peligro inminente de muerte sin que el sacerdote o los sacerdotes tengan tiempo suficiente para oír la confesión de cada penitente (…). Una concurrencia de fieles con ocasión de grandes fiestas o de peregrinaciones no constituyen por su naturaleza ocasión de la referida necesidad grave. Y si en algún caso se dieran condiciones para la absolución general es el obispo diocesano quien juzgará si existen dichas condiciones (cf  CEC, nº 1483). Por lo tanto ningún sacerdote puede, por criterios propios o por propia decisión, celebrar el sacramento del perdón con esta fórmula de absolución general; estaría celebrando un fraude. Es como si un médico recetara la medicina a los enfermos en masa y sin ver la enfermedad de cada uno.

Lo más importante de la reforma se refiere a la espiritualidad y la práctica de este sacramento. El perdón que Dios nos da en su infinita misericordia es una gracia, un regalo. Esta misericordia nace constantemente del corazón de Cristo crucificado y resucitado que nos reconcilia con Dios y con los hermanos y nos llena de paz. El perdón no es fruto de nuestros esfuerzos. El papa Francisco insiste en que Dios no se cansa de darnos siempre su misericordia, somos nosotros quienes nos cansamos de pedirla. Al recibirla se nos quita un peso “con aquella paz del alma tan bella que sólo Jesús puede dar” (Audiencia semanal, 19 de Marzo 2014).

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