Homilía del Arzobispo don Francisco Pérez en la Ordenación sacerdotal

La ordenación sacerdotal subraya de modo plástico el júbilo de la Iglesia universal y de esta Iglesia nuestra de Navarra. Vosotros sois el gozo de nuestra Iglesia particular de Navarra, el pueblo de Dios agradece vuestra generosidad. No olvidéis que os consagráis a Dios y que vuestra consagración es por y para la santificación del pueblo fiel de Dios. Os saludo a los cinco: José Antonio, Javier, Íñigo, Alejandro y Pablo. A vuestras familias, a vuestras parroquias y a todos los que hoy os acompañan. Testigos sois vosotros de que el sacerdocio es un gran regalo de Dios para cada uno de vosotros, que aquí estáis no por méritos propios sino por pura gracia de Dios. El Señor Jesús es quien os ha mirado con cariño, os ha mirado y os ha llamado para confiaros su propia misión, comprometiéndose a estar con vosotros siempre, para que podáis cumplir el gozoso ministerio que Él os encarga ya desde hoy.

No lo olvidéis nunca, el sacerdocio, después de la gracia bautismal que recibisteis al inicio de vuestra vida, es el mayor don que Dios os concede. Por otra parte, cada sacerdote, cada uno de vosotros, sois un gran regalo para la Iglesia y para el mundo. Nosotros, como comunidad diocesana, os recibimos con gozo y con esperanza. Con gozo, porque vemos que “non est abreviata manus Domini” -no se ha empequeñecido el poder de Dios- (Camino, 586). Con esperanza porque sois los obreros que necesita la abundante mies de nuestra Diócesis. No olvidemos que “lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado” (2Cor 5, 17. Estas palabras del Apóstol a los fieles de Corinto se refieren directamente a la venida del Señor al mundo, que supuso una ruptura radical entre la Antigua Ley y la Nueva Alianza, pero es perfectamente aplicable al sacramento que vamos a celebrar, que supone para vosotros un salto radical de lo antiguo ya pasado y lo nuevo que hoy estrenáis. Decía San Juan Crisóstomo que con la  Encarnación (aplicadlo vosotros a vuestro sacerdocio), “en lugar de una Jerusalén terrestre, hay una Jerusalén descendida del cielo (que es la Iglesia), en lugar de un templo material y sensible, un templo espiritual son nuestros propios cuerpos que han venido a ser santuario del Espíritu Santo,  en lugar de los sacerdotes que habían de ofrecer sacrificios a diario, tenemos un único Sacerdote que ha ofrecido un sacrificio una vez para siempre; y en lugar de unas tablas de piedra con la leyes escritas son nuestros propios corazones donde está impresa la ley del amor” (Homilía 11 sobre 2 Cor).

Nosotros podríamos prolongar esta reflexión aplicada al cambio que se lleva a cabo hoy en vosotros: en lugar de pensar en vuestra realización personal, os vais a dedicar a la realización del reino de Cristo, en lugar de poner el amor en cosas humanas, incluso legítimas para los cristianos, lo vais a poner en Cristo con exclusividad y en la Iglesia nuestra madre. Queridos diáconos que vais a recibir el presbiterado, tened siempre presente la novedad de nuestra identidad de sacerdotes: que el Señor Jesús ha querido elegir a algunos en particular, para que, ejercitando públicamente en la Iglesia y en su nombre el oficio sacerdotal a favor de todos los hombres, continuemos su misión personal de pastor, maestro y garante de la nueva Alianza. Esta es la gran novedad: que no actuamos en nombre propio, sino en nombre y en persona de Cristo. En una ordenación sacerdotal en el Vaticano el Papa Francisco les decía: “Desempeñad con alegría y caridad sincera la obra sacerdotal de Cristo, con la intención de agradar únicamente a Dios y no a vosotros mismos”(26-IV-2015).

“¿Quién es éste? ¡Hasta el viento y las aguas le obedecen!” (Mc 4, 35-40). La experiencia de los apóstoles en este episodio de la tempestad calmada vino a reafirmar su fe en Jesucristo que no es sólo un mensajero de Dios, sino Dios mismo que tiene poder sobre las criaturas. La imagen de la barca se ha aplicado desde el principio a la Iglesia que a lo largo de la historia se ha desarrollado entre dificultades y tempestades, pero Jesús, Señor nuestro, está en medio aunque parezca en ocasiones dormido, y “las puertas del infierno no prevalecerán contra ella” (Mt 16,18). También hoy la Iglesia sigue su rumbo entre grandes contradicciones. Seguramente la más grave es la persecución cruenta en tantos países no tan lejanos a nosotros: en Siria, Pakistán, Palestina y otros de Oriente Medio; así como en algunos países de África donde muchos hermanos nuestros están perdiendo la vida sólo por ser cristianos. No podemos ni queremos permanecer indiferentes, tenemos que ayudarles con nuestra oración, nuestra solidaridad y, en cuanto sea posible, con nuestra ayuda material.

Y si nos detenemos en nuestro entorno más cercano, la Iglesia sufre los envites del relativismo y la secularización. Bajo capa de tolerancia se pretende imponer la dictadura del relativismo que no deja lugar a la verdad ni al pensamiento moral de la conciencia. “La existencia humana se basa en tres relaciones fundamentales estrechamente conectadas: la relación con Dios, con el prójimo y con la tierra. Según la Biblia, las tres relaciones vitales se han roto, no sólo externamente, sino también dentro de nosotros. Esta ruptura es el pecado. La armonía entre el Creador, la humanidad y todo lo creado fue destruida por haber pretendido ocupar el lugar de Dios, negándonos a reconocernos como criaturas limitadas” (Papa Francisco, Laudato Si’, n. 66).

Frente a este ambiente los sacerdotes, y vosotros, tenemos a nuestro alcance el Evangelio. Leed y meditad una y otra vez la Sagrada Escritura de modo que lleguéis a creer lo que habéis leído para enseñar lo que habéis aprendido en la fe y para vivir lo que habéis enseñado. Que cuando habléis a los fieles, sea en la homilía o en cualquier otra circunstancia, vuestras palabras lleguen al corazón de la gente porque brotan de vuestro corazón; predicad lo que antes habéis hecho vuestro. Así daréis siempre la Palabra de Dios y vuestra doctrina será alegría y sostén para los que tenéis encomendados. Y predicad con el ejemplo, que las palabras sin el testimonio de vida, resultan vacías y, en ocasiones, perjudiciales. No abandonéis la oración que es fuente de vida, ni dejéis el estudio: el repaso de la teología, del catecismo, de la moral y del derecho canónico os mantendrán al día y vuestra predicación no resultará anclada en posiciones o ideas personalistas

Tampoco os sorprendan las dificultades personales. Unas veces vendrán de fuera de vosotros, de algunos que por querer rechazar a Dios, rechazan al sacerdote. A estas contradicciones resulta fácil sobreponerse, porque ni son excesivas ni potentes. De todos modos, sabed que siempre estaréis acompañados y fortalecidos por vuestro obispo y por vuestro presbiterio. Más arduo suele resultar superar las contrariedades interiores que se revisten con frecuencia de cansancio o de desaliento, de pesimismo o de tristeza, cuando no de espejismos engañosos que nos llevan a pensar que quizás erramos el camino.

Incluso podríamos pensar que esto se hunde, que hasta la Iglesia está en declive. Ante estos y otros vaivenes de nuestra vida, acordaos de que también los  Apóstoles veían a Jesús “dormido sobre un almohadón. Y le despertaron a gritos: «Maestro, ¿no te importa que nos hundamos?”  San Agustín comenta este texto con palabras entrañables: “¿cuál es la causa de tu zozobra? Que Cristo duerme en ti. ¿Qué significa duerme en ti Cristo? Que te olvidaste de Cristo. Despierta, pues, a Cristo; acuérdate de Él, está despierto en ti; piensa en Él. Acordarte de Él es recordar su palabra; acordarte de Él es recordar quién eres tú. Si Cristo está despierto en ti, dirás en tu interior: ¿quién soy yo? Y volverá la quietud a tu corazón pues Cristo da la orden y se produce la bonanza” (Sermón 63,2).

Confiad en el Señor, que como escribió el Apóstol a los Filipenses y se repite en la liturgia de la ordenación “el que comenzó en vosotros la obra buena la llevará a cabo hasta el día de Cristo Jesús” (Flp 1,6). Que en vuestra oración asidua no falten los actos de confianza. Desde niños aprendimos esa jaculatoria tan adecuada durante el mes de junio: “Sagrado Corazón de Jesús, en Vos confío” “Sagrado Corazón de Jesús, danos la paz

Quiero acabar recordando a un fundador de las “Siervas de María de Anglet” P.  Luis Eduardo Cestac que hace pocos días, en Bayona (Francia), fue beatificado.  Aquí en nuestra Diócesis se encuentran las Hermanas de “Notre Dame, nombre popular que les damos, en Burlada donde rigen un Colegio de Primaria y Secundaria. La libertad y la luz fueron el lema y base de la nueva fundación en el año 1842. Trabajó el Beato P. Luis Eduardo Cestac acogiendo a las jóvenes que estaban abandonadas en la calle y organizó, para ellas,  un plan de reeducación sobre las bases de un evangelio que es la mejor forma de vivir en la luz y en la libertad. En el año 1851 fundó la rama contemplativa de las Bernardinas. Hoy felicitamos a las Hermanas de “Notre Dame” y les deseamos que sigan con amor y fidelidad su carisma. Finalizamos como de costumbre dirigiendo la mirada a nuestra Señora, Madre de los sacerdotes. Que Ella nos acompañe siempre y nos cobije bajo su manto y nos libre de todos los peligros. ¡Virgen gloriosa y bendita, ruega por nosotros!

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