Si tuviéramos que hacer una indagación o, en sentido metafórico, un scanner a la cultura actual y a los manejos ideológicos que hoy se enorgullecen de ser promotores de libertad, caeríamos en la cuenta que es una de las mentiras más sutiles que pueden existir. Y lo digo porque ya no sólo se ha perdido el sentido común sino que se ha trastocado el sentido de la racionalidad. Cuando el pueblo de Israel se auto-convencía que la mejor forma de vivir en libertad era saltarse la Ley de Dios, mostrada en los diez mandamientos, el pueblo mismo se depreciaba y se hacía esclavo de sus propios caprichos.

La vida humana tiene unas claves fundamentales que se sostienen gracias a los “genes espirituales” que en ella se contienen. Me resulta sorprendente observar a los misioneros que, a pesar de las dificultades y dramas que viven, deciden quedarse y no huir. No lo hacen por hacer un “brindis al sol”, ni por hacerse famosos en la sociedad, ni lo viven con la intención de ser reconocidos por los demás… Lo hacen porque: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hch 5, 29). Es una decisión valiente puesto que lo normal es la cobardía ante los demás que nos miran y surge la pregunta: “¿Qué dirán?” Las mayores decepciones vienen dadas ante la falta de sinceridad puesto que se obedece más a los hombres que a Dios.

La Palabra de Dios nos recuerda permanentemente que quien “oye estas palabras y las pone en práctica es como un hombre prudente que construyó su casa sobre roca” (Mt 7, 24). Una vida de obediencia a Dios es una vida con un fundamento sólido, para saber sobrellevar las tormentas de la vida sin derrumbarse por completo. No es algo baladí o como humo que se esfuma. Todo lo contrario. De ahí se deduce que uno de las grandes decepciones que hoy se dan es el fracaso que conlleva y es la de orientar la vida desde lo inmanente y el rechazar lo transcendente. Se suele afirmar que, con esta pandemia del Covid19, hay muchos que se sienten tan traumatizados que han perdido el sentido de la vida. Han motivado su vida sobre la arena del placer, de lo superficial y sobre la falsa realidad del consumo y de lo material. Se puede elegir: ”Mirad, pongo hoy ante vosotros bendición y maldición. La bendición, si escucháis los mandamientos del Señor, vuestro Dios, que os ordeno hoy. Y la maldición, si no escucháis los mandatos del Señor, vuestro Dios, y os desviáis del camino que os prescribo hoy, yendo tras dioses extraños que no conocéis” (Dt 11, 26-28). Más claro y más rotundo no se puede decir. Se requiere dar un cambio en la educación de la conciencia para no caer en falsas motivaciones vitales.

La decisión de obedecer a Dios nos muestra de forma más clara el sentido por el que fuimos creados. Y aunque, para los profetas fracasados de lo que es la realización personal en aparentes formas que llevan a una falsa libertad, es saber que la perseverancia auténtica está en lo que Dios valora, aplaude y premia con los mandamientos que él no ha regalado. “Por tanto, amados hermanos míos, manteneos firmes, inconmovibles, progresando siempre en la obra del Señor, sabiendo que en el Señor vuestro trabajo no es en vano” (1Co 15, 58). Recuerdo la experiencia de un matrimonio que estando en una situación muy delicada y sabiendo que podía ir al traste su amor conyugal, se encontraron con otros matrimonios que habían pasado por la misma situación. Al final todo se solucionó porque comenzaron a poner los cimientos, del auténtico amor, en la fuerza de la oración y de la vida sacramental. Ahora viven con una felicidad especial que emerge del amor verdadero y que se sustenta en la voluntad de Dios.

La felicidad tiene una fuente de agua viva y es cuando no solo se oye la palabra de Dios sino cuando se decide a ponerla en práctica: “Dichosos más bien los que escuchan la palabra de Dios y la guardan” (Lc 11, 28). No hay problema o circunstancia adversa que no pueda solucionarse. Hay que tener claro que al cobijo del amor de Dios y sabiendo aceptar su voluntad se consigue mucho más de lo que puede realizar nuestro voluntarismo.

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