Está en el pensamiento de muchas personas que la santidad es inalcanzable puesto que es para gente especial y muy selectiva. Tal vez en otros momentos históricos, así se pensaba. Con el Concilio Vaticano II se nos muestra otra auténtica perspectiva. De ahí que afirme: “Todos los cristianos, de cualquier clase o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección del amor” (LG 40). La semilla de la santidad comienza el día que fuimos bautizados y, si la regamos bien, irá creciendo con el pasar del tiempo. La vida tiene muchos momentos en los que se puede ir desarrollando la experiencia de santidad, puesto que la fuerza de la misma es la caridad que se muestra en el amor a Dios y al prójimo. Este doble carril se va deslizando durante todas las etapas de la vida hasta llegar al final del mismo que es la eternidad. Un joven me preguntó en una ocasión: “¿Yo puedo ser santo?” y le respondí: “Puedes ser santo si amas a Dios y a los demás. La síntesis la encuentras en los Diez Mandamientos. Ellos son quienes nos llevan por el doble carril. Si no los vives descarrilarás y perderás llegar a la meta del viaje”.

La santidad no se consigue con el voluntarismo o con cerrar los puños. “¿Puedo hacerlo con mis fuerzas? La respuesta es clara: una vida santa no es fruto principalmente de nuestro esfuerzo, de nuestras acciones, porque es Dios, el tres veces santo, quien nos hace santos; es la acción del Espíritu Santo la que nos anima desde nuestro interior; es la vida misma de Cristo resucitado la que se nos comunica y la que nos transforma” (Benedicto XVI, Audiencia General, 13 de abril de 2011). Quien pretenda ser santo por su cuenta llegará un momento que aborrecerá serlo. Se necesita dejar que el Espíritu Santo actúe y mueva la vida interior y encienda el corazón del amor de Dios. Al Espíritu Santo se le denomina como el Dulce Huésped que da consuelo, paz en las horas de duelo, consuelo en medio del llanto, luz santificadora, lava las inmundicias, fecunda los desiertos de nuestra vida y cura nuestras heridas, al final cambia nuestra vida y nos concede el gozo eterno.

Para decirlo una vez más con el Concilio Vaticano II: “Los seguidores de Cristo han sido llamados por Dios y justificados en el Señor Jesús, no por sus propios méritos, sino por su designio de gracia. El bautismo y la fe los ha hecho verdaderamente hijos de Dios, participan de la naturaleza divina y son, por tanto, realmente santos. Por eso deben, con la gracia de Dios, conservar y llevar a plenitud en su vida la santidad que recibieron” (Lumen Gentium,49). La santidad se consigue estando muy cercano a la Palabra de Dios que me indica cómo he de vivir y la cercanía a los Sacramentos que son el paso de Dios por nuestra vida.

No son los protocolos de nuestro egoísmo que busca la perfección en sus justificaciones admitiendo las ideologías imperantes que afirman cómo el progreso o ser progresistas es lo que se lleva hoy y se ha de admitir si o si. Es un engaño y mentira existencial lo que hoy se promueve como avance de progreso cuando lo único que cuenta es la soberbia, el orgullo y el autoritarismo que se ha convertido en dominar a los demás sin escrúpulos y considerar las leyes naturales y la ley de Dios como algo que se debe cambiar y eliminar para encontrar la libertad. Es falso y muy falso puesto que este modo de vida nunca llevará al ser humano a aquello a lo que está llamado. Aún más estas falsas expectativas –promovidas por falsos profetas- lo único que consiguen es la desesperación y el hastío de la vida. Se han ausentado del Dios que es amor.

Por eso más que nunca se ha de anunciar lo que nos dice el Señor: “Sin Mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 5). Y la santidad tiene un modo de vida existencial que es el amor que mueve el amor del Dios que nos ha creado por amor y al amor nos llama. “Si callas, calla por amor; si hablas, habla por amor; si corriges, corrige por amor; si perdonas, perdona por amor. Que esté en ti la raíz del amor, porque de esta raíz no puede salir nada que no sea bueno” (San Agustín, Comentario al capítulo cuarto de la carta de San Juan, 7, 8: PL 35). Quien se deja guiar por el amor, quien vive plenamente la caridad, es guiado por Dios, porque Dios es amor. La santidad tiene un nombre: la perfección en el amor.

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