
Homilía pronunciada por el Arzobispo don Florencio Roselló, el pasado 20 de abril, en la Catedral de Santa María la Real de Pamplona, con motivo de la Misa de la Resurrección del Señor
Hermanos ¡Cristo ha resucitado! ¡Verdaderamente ha resucitado! Felices Pascuas. Esta mañana estamos aquí porque anoche Cristo resucitó. Se cumplió lo que decían las escrituras, “al tercer día resucitará”. Y un hecho significativo dio realismo a la Pascua, y es que 18 catecúmenos, jóvenes, abrazaron la fe de la Iglesia recibiendo los sacramentos de iniciación cristiana: bautismo, confirmación y eucaristía. Ellos encarnaron la nueva vida, la nueva fe, la nueva Iglesia. Ellos, jóvenes, se acercaron con libertad a nuestra familia, a la Iglesia.
En la Pascua no celebramos simplemente un recuerdo, una historia antigua. Hoy celebramos un hecho que cambió la historia de la humanidad: Jesús, el Crucificado, ha vencido a la muerte, y su tumba está vacía. Hoy, nuestra vida, nuestra fe tiene sentido, porque Jesús ha cumplido su palabra, ha vencido la muerte y el pecado del mundo.
En el evangelio hemos leído que una mujer, María la Magdalena, aquella de mala fama, la única que ha lavado los pies a Jesús, la pecadora, esa mujer que no era de fiar, es la que va al sepulcro y encuentra la losa quitada. Evidentemente no la creían, y tienen que ir Pedro y el discípulo a quien amaba Jesús, para comprobarlo. No se fían de una mujer, y menos de la Magdalena, pero era verdad, no estaba el cuerpo. Dios confía el anuncio de la Resurrección a una mujer de mala fama, pero también la única que ha lavado los pies a Jesús. Dios sí confía en ella para anunciar la Resurrección, aunque los apóstoles desconfíen de la Magdalena. En la vida de Jesús los pobres han sido testigos de grandes verdades reveladas en el evangelio.
La Resurrección comienza en el silencio, en la oscuridad, en el desconcierto, comienza en una mujer. Pensamos que la Resurrección debía manifestarse de manera espectacular y sorprendente, pero no, se revela a través de personas pobres y sencillas como María Magdalena, y que no van a dudar, pues son las primeras que van a creer. La primera señal es el sepulcro vacío y los lienzos tendidos. Pero contra todo lo que podemos pensar, el sepulcro vacío no es una ausencia. Es una presencia nueva. Jesús ya no está entre los muertos. Es la confirmación de la Resurrección. No se trata de un robo, sino del cumplimiento de la promesa: el amor ha vencido a la muerte. El mal no tiene la última palabra. La cruz no es el final, sino el paso hacia la vida verdadera. La vida se manifestó a través de gestos sencillos: en la noche, en la soledad, en el silencio, en el sepulcro vacío, pocas palabras y mucha vida.
En los Hechos de los apóstoles Pedro nos ha dicho “Nosotros somos testigos de todo lo que hizo” (Hch. 10, 39), es lo que decíamos anoche en la Vigilia Pascual, la resurrección necesita de testigos que la anuncien. La resurrección necesita testigos que la acerquen a los que no creen o que tienen dudas. Un testimonio que ponga en valor la vida y las obras del Jesús resucitado “pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él” (Hch. 10, 38). A Jesús se le reconoce por sus obras. Y Pedro nos dice algo muy importante que “Nos encargó (Jesús) predicar al pueblo, dando solemne testimonio de que Dios lo ha constituido juez de vivos y muertos” (Hch. 10, 42). La Resurrección tiene fuerza porque fue transmitida a través del testimonio, primero de las mujeres y después de los apóstoles y así sucesivamente. Hoy todos los que hemos participado en esta celebración nos comprometemos a dar testimonio de lo que aquí hemos visto y oído.
El testimonio de muchas maneras, pero sobre todo con nuestra vida. En nuestra sociedad hay mucha gente que no leerá el evangelio, no se acercará a la Palabra de Dios, que no participará de la vida de la Iglesia y por eso necesita de testigos de vidas fiables. La gente lejana a la Iglesia no se acercará a través de palabras, tampoco a través de la lectura de la Biblia, ni de libros religiosos que no leerán, sino a través de las obras, de los actos, de nuestra vida, de lo que vean en nosotros. Para mucha gente que vive en nuestros ambientes, que inclusive pueden ser nuestros amigos, y también nuestros familiares, nosotros somos la única Biblia que van a leer, la única palabra de Dios que van a escuchar, la única Iglesia que van a aceptar. Según sea nuestro testimonio, así será la idea de Iglesia que les quedará. Somos rostro, palabra y conciencia de Iglesia.
Vivimos en una situación donde la fe, la religión, el hecho religioso no está presente en la calle ni en la sociedad. Muchas veces nuestros mensajes no arraigan en la gente que nos escucha. Los obispos vascos y navarro, en la carta de Cuaresma y Pascua que hemos escrito “El contraste paciente”, manifestamos cómo en en las primeras comunidades cristianas lo que ayudó a la expansión de la fe, del cristianismo, fue el testimonio de vida de los primeros cristianos a través de: “en su modo de crecer como comunidad sin forzar conversiones, en su manera de responder a la persecución sin buscar represalias, en la formación pausada de nuevos creyentes a través del catecumenado, en sus prácticas de culto que forjaban identidades renovadas, y en su disposición a testimoniar la fe más con el ejemplo que con palabras”. (nº 54). Es la vida y el testimonio lo que evangeliza.
Que esta Eucaristía nos renueve en la fe. Que miremos la vida con ojos nuevos, con el corazón lleno de gozo pascual. Y que, como las mujeres del Evangelio, salgamos a anunciar con valentía y alegría, ¡Cristo ha resucitado! ¡Verdaderamente ha resucitado! Aleluya
+ Florencio Roselló Avellanas O de M
Arzobispo de Pamplona y obispo de Tudela