
Homilía pronunciada por el Arzobispo don Florencio, el Jueves Santo, en la Catedral de Pamplona, en la celebración de la Última Cena
¿Alguna vez he lavado los pies a otra persona? ¿Quizás a un familiar enfermo?, pero ¿alguna vez he lavado los pies a un desconocido, o a alguien que no sea familiar? ¿he vivido alguna vez esta experiencia que nos ha relatado Jesús en primera persona? ¿he tenido en mis manos pies sucios de otra persona? La pregunta surge del evangelio, porque hoy Jesús nos dice, “os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros” (Jn. 13, 14). Este gesto que nos llama la atención hay que imitarlo y vivirlo en primera persona. A este gesto de lavar los pies Jesús le llama amor, le llama servicio.
Es el amor que se arrodilla, que se pone a los pies del otro, para servir. “Echa agua en un lebrillo y se puso a lavar los pies de los discípulos y a secárselos con la toalla con que estaba ceñido” (Jn. 15, 5). Posiblemente este sea uno de los gestos más impactantes y conmovedores del Evangelio. Jesús, el Maestro, el Señor, se arrodilla para lavar los pies a los discípulos. No es un símbolo vacío, ni un gesto de quedar bien, es una lección viva de amor. Dios no se impone, se arrodilla. No domina, sino que sirve. No humilla, Jesús se humilla a nuestros pies. Jesús es propositivo, no impositivo. Da mucho más valor a los gestos, al testimonio, que a la imposición, así el Papa Francisco, en Evangelii Gaudium afirma “La Iglesia no crece por proselitismo sino “por atracción” (n. 14); remitiendo a una homilía de Benedicto XVI: “La Iglesia no hace proselitismo. Crece mucho más por «atracción» (Homilía 13-5-2007):
El lavatorio de los pies nace en la eucaristía, pasa por el altar. Se lo decía ayer también a los sacerdotes en la Misa Crismal. Con frecuencia ponemos el acento de la Iglesia en el servicio a los pobres, en la dimensión social, pero ésta tiene su fuente y su origen en la eucaristía. Nuestra dimensión caritativa y social pasa por la entrega de Jesús en el altar “Este es mi cuerpo que se da por vosotros” (1Cor. 11, 24). Es en la eucaristía donde Jesús nos da ejemplo de entrega, de sacrificio. Luego nos hace ser imitadores de Jesús en nuestra vida de cada día, que es la entrega sin límites, cuando nos dice Jesús “haced esto en memoria mía”(Lc. 22, 19). La Eucaristía nos envía a la misión, al sacrificio, a la entrega. Jesús, en la última cena, en la primera eucaristía, “se levanta de la mesa, se quita sus vestidos y, tomando una toalla, se la ciñó” (Jn. 13, 4). El lavatorio de los pies es dentro de la cena, dentro de la eucaristía, porque ambos momentos van juntos. No hay eucaristía sin servicio, sin lavatorio de los pies, y no hay amor, entrega y lavatorio de pies sin eucaristía. No se pueden separar, son complementarios, forman parte de un mismo todo.
En la eucaristía, la mesa es muy grande, todos estamos llamados a sentarnos en la misma mesa. Jesús lavó los pies al mismo Judas, que momentos más tarde se irá de la cena y lo entregará. No hace distinciones ni con Judas ni con nadie, «la Eucaristía no es un premio para los buenos, sino la fuerza para los débiles; para los pecadores es el perdón, el viático que nos ayuda a andar, a caminar» (Papa Francisco en la celebración del Corpus Cristi. 4-62015). Todos tenemos un sitio en la mesa de la eucaristía, se nos dice “Id ahora a los cruces de los caminos y a todos los que encontréis, invitadlos a la boda” (Mt, 22. 9). Este gesto impacta en los pobres, en los descartados de nuestra sociedad, porque ellos no reciben ni experimentan gestos de este tipo. Nadie los invita a nada. Este día de Jueves Santo, como vengo haciendo durante años, mucho antes de ser obispo, he lavado los pies a doce presos y presas de la cárcel de Pamplona, que como en el evangelio, han acudido a la invitación a la boda. Impacta, impresiona, cómo hombres y mujeres, con vidas duras y difíciles, con la esperanza perdida, son capaces todavía de emocionarse ante el Cristo que se arrodilla, ante el Jesús que se inclina y les lava los pies. Lágrimas, rostros serios, rostros impresionados, era el mismo Jesús quien actuaba en ellos. Hoy doy gracias a Dios por este día, porque me ha permitido esta mañana celebrar la misa en la cárcel de Pamplona, de lavar los pies a diez presos y tres mujeres presas, y también doy gracias a Dios por poder celebrar en esta catedral de Pamplona, en la Iglesia madre, donde todos somos mirados con ternura por el mismo Dios. Esta tarde cumplo con el sueño de una Iglesia acogedora, plural y misericordiosa.
Esta es la Iglesia del Jueves Santo, que sueño y por la que llevo luchando muchos años, una Iglesia de ricos y pobres, de hombres y mujeres, de presos y libres, personas de Navarra y de fuera. Esta es la Iglesia del Amor Fraterno. En la mesa de la Última Cena todos los comensales se sientan a la misma altura, y comen los mismos alimentos. Una cena de la eucaristía que Jesús ya la lleva viviendo en muchas de sus comidas que hacía en su ministerio y predicación, pues compartía con todos, especialmente, con los pobres.
El amor de esta tarde es especial, en el día del amor fraterno, el evangelio nos dice que Jesús “los amó hasta el extremo” (Jn. 13, 1). Es amar hasta el límite, hasta el fondo, hasta lo inabarcable. Un amor extremo que se traduce en “arrodillarse para lavar los pies”, “perdonando a quien lo va a traicionar” “partiendo el pan y compartiendo su vida”, y horas después “entregándose en la cruz. Este es el amor extremo del que nos habla Jesús y del que nos dice S. Pablo en la segunda lectura “haced esto en memoria mía” (1Cor. 11, 25). Sí, estamos llamados a amar hasta el extremo. Sin límites, sin condiciones, a corazón abierto. Jesús no se conforma con ponerse a nuestro nivel, sino que se pone a nuestros pies. Se hace más pequeño que todos nosotros, siendo el primero y el maestro. Porque nos quiere, porque nos ama. Nos ama sin límites. Amar hasta el extremo es perdonar setenta veces siete. Es acoger al hijo pródigo, es levantar a la mujer adúltera. Es devolver la humanidad perdida de tantas personas que se quedan en el camino y que no cuentan para la sociedad.
“También vosotros debéis lavaros los pies unos a otros” (Jn. 13, 14) Eso significa, que esta tarde, al salir de esta Catedral tengo que hacer real el mandato de lavar los pies al que se cruce en mi camino. Lavo los pies cuando,
- Como decía Benedicto XVI, cuando me reconcilio con mi hermano que estoy enfrentado.
- Lavo los pies cuando no juzgo actitudes que no comparto pero que no conozco las motivaciones.
- Lavo los pies cuando voy a visitar a un enfermo que nadie visita.
- Lavo los pies cuando acepto al diferente a mí.
- Lavo los pies cuando apoyo campañas solidarias con los que menos tienen.
- Lavamos los pies cuando defendemos la vida, ante el aborto y la eutanasia.
- Lavo los pies cuando no condeno al inmigrante que viene en busca de una oportunidad.
- Lavo los pies cuando no rechazo al transeúnte y maloliente de nuestras calles.
- Lavo los pies cuando no juzgo al que está en la cárcel.
- Lavo los pies cuando mis actitudes no provocan división, sino comunión.
Lavar los pies en estas situaciones me ayuda a dar sentido y plenitud a mi Eucaristía del Jueves Santo.
No he venido a ser servido sino a servir. Que este sea nuestro lema, nuestras palabras en este día de Jueves Santo, día del amor fraterno. El testimonio de vida convence y arrastra, es la Iglesia que sirve y se entrega, la Iglesia samaritana. Feliz Jueves Santo, feliz día del Amor Fraterno.
+ Florencio Roselló Avellanas O de M
Arzobispo de Pamplona y obispo de Tudela