San Juan de Ávila, patrono de los sacerdotes

Homilía pronunciada por el Arzobispo don Florencio Roselló, el pasado 9 de mayo, en la Catedral de Santa María la Real de Pamplona, con motivo de la fiesta de San Juan de Ávila


Queridos hermanos sacerdotes, diáconos y seminaristas.

Mis primeras palabras son de alegría por el regalo que nos ha hecho Espíritu del papa León XIV. Y manifestar la comunión con el sucesor de Pedro, que ayer se presentaba como el Buen Pastor, enarbolando la paz como bandera y transmitiéndonos la seguridad de que “todos estamos en manos de Dios”. Animándonos a anunciar el Evangelio, a ser misioneros para proclamar el Evangelio de Jesucristo y acogiéndose al manto de nuestra Madre, la Virgen María.

Hoy celebramos con profunda alegría la fiesta de San Juan de Ávila, nuestro patrono, un hombre de fuego y de palabra, de oración y de acción. Al preparar esta homilía recordaba la fiesta del año pasado y pensaba: “No hay que preparar mucho para celebrar nuestra fiesta, ¡la fiesta son los propios sacerdotes juntos!”. Vosotros sois la fiesta y, para un obispo, sois una gran fiesta, donde nos reunimos tantos sacerdotes, celebrando lo más precioso que podemos hacer y para lo que nos hemos consagrado: la eucaristía. Queridos sacerdotes: sois los importantes, sois la razón de estar aquí. Ayer un sacerdote me dijo: “¿Ya tiene preparado lo que nos va a predicar?”.  Y le contesté: “La fiesta, la predicación, pero los importantes sois vosotros. Mis palabras son secundarias”.

Y dentro de los sacerdotes, los que ponéis el corolario de la fiesta sois los que celebráis las bodas de plata, oro, diamante y platino. Hoy todos os miramos a vosotros, lo hacemos con cariño, con admiración y agradecimiento. Valoramos vuestra entrega y fidelidad a esta iglesia de Navarra.

Estoy seguro de que muchos de los que hoy celebráis algún aniversario habéis sido modelo y ejemplo para muchos de los que estamos aquí. Hoy vuestra fidelidad y vuestra entrega son ejemplo para nosotros. Los que cumplís veinticinco años, es un tiempo de reflexionar, no de parar, porque os queda todavía mucho tiempo de entrega y compromiso. Sigo confiando en vuestra tarea pastoral, en vuestra misión. Los que estáis cumpliendo bodas de oro, diamante y platino es tiempo de deciros gracias. Desde vuestra situación seguimos contando con vosotros, a través de vuestra oración, de vuestra experiencia, de vuestros consejos, y algunos todavía de vuestra entrega pastoral, atendiendo algunos pueblos. Para mí, sois evangelio puro. Sois ejemplo de entrega y fidelidad. Sois ejemplo a mirar y testimonio a imitar. En vosotros vemos mucha historia y vida de nuestra iglesia de Navarra. Hoy os decimos todos: “Felicidades” y “GRACIAS”, con mayúsculas.

Hermanos, nos toca vivir unos tiempos que no son fáciles para el sacerdote. Vivimos en un mundo secularizado, lejano de la fe y ajeno a participar en celebraciones. Pero también San Juan de Ávila vivió una época difícil, como la nuestra. Nuestro patrono vivió en el siglo XVI, en una realidad convulsa, pero no cayó en el lamento ni el desánimo. De hecho, es nuestro patrón por la actitud con que vivió esas situaciones, no se resignó a que no se podía hacer nada. Se apoyó en la eucaristía, en el evangelio, en la oración, en la confesión, con la dirección espiritual y con la formación del clero.

San Juan de Ávila no entendía el sacerdocio como un oficio, porque no hemos elegido este “oficio”, entre comillas, sino que es Jesús quien nos ha llamado, quien nos ha elegido, “No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido a vosotros” (Jn. 15, 16). Ante esta llamada hemos respondido afirmativamente. Por eso el sacerdocio no es como queremos nosotros, sino como nos pide Cristo. Es un don, un regalo, una llamada para ser enviados a la misión. San Juan de Ávila, un enamorado de la misión. Vivió la misión con tal pasión que, una vez que fue ordenado presbítero, quiso embarcarse para evangelizar el Nuevo Mundo, las Indias. Pero el arzobispo de Sevilla lo retuvo en Andalucía, con las palabras: “Ávila, Andalucía, son tus Indias”. Después de siglos de islamización, estaba necesitada del anuncio del Evangelio.

San Juan de Ávila manifestó una gran pasión por la formación del clero. Soñaba con sacerdotes cultos, bien formados, pero sobre todo quería sacerdotes santos. Por eso luchó por los seminarios, por la formación sólida de los presbíteros. Buscaba una formación integral, desde mi punto de vista basado en cuatro pilares que desarrolló tanto con su vida como con sus escritos. Estos pilares son: eucaristía, oración, misión y fraternidad sacerdotal.

El sacerdote no se entiende sin la eucaristía. Si todas las dimensiones de la vida sacerdotal, para San Juan de Ávila, exigen al sacerdote santidad, la celebración de la eucaristía es para él la causa principal por la que el sacerdote debe ser santo. Animaba a celebrar cada día la misa. Querido sacerdote, celebra cada día la eucaristía, no seas funcionario, y celebra la eucaristía no solo para la gente, pues te convertirías en lo que no queremos: funcionario. La eucaristía también es alimento personal, también la eucaristía es tu alimento espiritual. Tú también te enriqueces. San Juan de Ávila nos dice a los sacerdotes: “¡Qué confusión para nosotros, que nos contentamos con una misa, y qué de paso, y qué de prisa, sin amor, sin agradecimiento! Bienaventurado el que, cuando tuviere a Cristo en sus manos, sintiere lo que este viejo Simeón” (Cfr. Lc. 2, 29-32) (Sermón 64). Celebrar la eucaristía es lo mejor a los que estamos llamados cada día. Mañana, día de San Juan de Ávila, la segunda lectura del oficio nos habla de que somos “relicarios de Dios, casa de Dios y, a modo de decir, criadores de Dios”. No hay mejor definición del sacerdocio.

No hay sacerdocio sin oración. El sacerdote es el hombre de oración, que vive y contagia pasión por la comunión íntima con el padre.  Me preocupa la oración del sacerdote. San Juan de Ávila presenta el camino de la oración, “este orar para ser bien hecho, pide ejercicio, costumbre y santidad de vida, apartamiento de cuidados, y sobre todo es obra y don del Espíritu Santo” (2 plática 251ss). Pide ejercicio, es decir, a rezar se aprende rezando, no hay otro camino, el hábito de la oración. En segundo lugar, pide santidad de vida. El papa Francisco dijo en Gaudete et exultate: “No creo en la santidad sin oración” (147). Nos recomienda que la oración necesita “apartamiento de cuidados”; es decir, que el tiempo de la oración sea solo para orar. O lo que es lo mismo, estaremos diciendo sin palabras: “Señor, tú eres de verdad lo que me importa”. Siempre he dicho que en la celebración de la eucaristía se nota el sacerdote que hace oración y el que no la hace. Cuidemos nuestra oración, pongamos horario también para ello… y respetémoslo.

La tarea de la misión de la Iglesia está con la lectura de los Hechos de los Apóstoles que hemos leído, que nos sitúa en el corazón mismo de la misión de la Iglesia: anunciar sin temor la Buena Noticia, incluso cuando es rechazada, incluso cuando implica cambiar de rumbo para que la luz de Cristo llegue a todos los pueblos. Una misión que nos abre a todo el mundo, nos abre a “todos, todos, todos”, como nos dijo el papa Francisco. “Sin miedo a anunciar el Evangelio, a ser misioneros” (León XIV). Pablo y Bernabé, al ser rechazados por los suyos, proclaman: “Nos volvemos a los gentiles” (Hch. 13, 46); es decir, a los de lejos. No hay sacerdocio sin misión. Predicador es la definición que mejor cuadra a Juan de Ávila. Éste es precisamente el epitafio que aparece en su sepulcro: “Mesor eram” (“Yo era un segador”).

El Evangelio que hemos escuchado nos regala a los sacerdotes un deseo misionero para nuestra celebración, Jesús nos dice esta mañana: “Vosotros sois la sal de la tierra… vosotros sois la luz del mundo” (Mt. 5, 13.16). Como sacerdotes, más que una definición, Jesús manifiesta un deseo, es lo que quiere que seamos: sal y luz. La ordenación sacerdotal no nos garantiza esa afirmación, sino que es una misión. Nos pide algo más exigente y más esencial: que demos sabor, que preservemos, que iluminemos, que seamos luz. Y eso es lo que hace el sacerdote: estar en medio del mundo como sal que no se corrompe y como luz que no se esconde. Damos la cara, damos sabor, damos luz. Nuestra misión suma, siempre es positiva.

Nuestro sacerdocio se sostiene también en la fraternidad sacerdotal. San Juan de Ávila la llama familia sacerdotal, basada en la relación obispo-presbíteros y presbíteros entre sí. Una familia en la que el obispo hace las veces de padre y los sacerdotes de hijos y hermanos entre sí. Es la fraternidad sacerdotal un eficaz signo de evangelización. Por eso, “donde dos o más estén reunidos en mi nombre, allí estoy en medio de ellos» (Mt. 18, 20). Donde haya varios sacerdotes juntos, no digo reunidos, allí está el Señor, allí está la diócesis. Me alegra cuando me decís: “Hemos quedado un grupo para comer. Hemos quedado un grupo para salir de excursión”. La comunidad fortalece la vocación, la comunidad fortalece la fraternidad y fortalece la misión. Los discípulos se pierden, desaparecen en la pasión, cuando abandonan la comunidad. Solo Juan está en la cruz. La primera comunidad se fortalece cuando se vuelven a reunir y reciben el Espíritu Santo.

Pidamos hoy al Señor, por intercesión de San Juan de Ávila, que renueve en nosotros el fuego de la vocación. Que no tengamos miedo de ser, también nosotros, una luz que arde y alumbra, aun cuando a veces esa luz sea rechazada. Porque, como dice el final de la lectura: «La Palabra del Señor se iba difundiendo por toda la región» (Hch. 13, 49). Esa es nuestra misión. Esa fue la vida de Juan de Ávila. Que también sea la nuestra.

 

+ Florencio Roselló Avellanas O de M

Arzobispo de Pamplona y obispo de Tudela

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