Homilía pronunciada por el Arzobispo don Florencio Roselló, el pasado 11 de octubre, en la parroquia de San Francisco Javier de Pamplona, con motivo de la profesión perpetua de la Hermana Lucrecia Álvarez como Esclava Misionera de Jesús
Hoy estamos de fiesta. Nuestra hermana Lucrecia Álvarez nos ha reunido en torno a la mesa del altar para que le acompañemos en un momento que no es muy frecuente en nuestra sociedad, y es que se quiere comprometer con Dios para toda la vida en las Esclavas Misioneras de Jesús. En un mundo donde nos cuesta el compromiso, donde nos cuesta hablar para toda la vida, donde nos cuesta decir que nos fiamos de Dios de manera gratuita, el gesto de la hermana Lucrecia llama la atención y merece que la acompañemos. Este gesto nos ilumina, nos dice que es posible vivir desde otra lógica, la del Evangelio. La Vida Consagrada es una “parábola” de lo que Dios sueña para toda la humanidad: vivir en alianza de amor eterno.
El carisma de las Esclavas Misioneras de Jesús pone en el centro la entrega total al Señor, vivida en espíritu de esclavitud evangélica; es decir, de servicio humilde y gozoso, siguiendo a Cristo pobre y servidor. Aunque resulte paradójico, ser «esclava» de Jesús no significa perder la libertad, sino todo lo contrario: significa vivir la libertad más radical, la de quien se sabe completamente en manos de Dios y disponible para su misión. «Misionera» expresa esa apertura universal: tu vida, hermana Lucrecia., ya no te pertenece a ti, sino que te fías de Dios, te pones en sus manos para ser enviada donde la Iglesia te necesite, para anunciar a Cristo con tu palabra, con tu trabajo, con tu ternura y con tu testimonio de pobreza, castidad y obediencia.
Hermana Lucrecia, al igual que el profeta Oseas el Señor “te ha seducido” (Os. 2, 14), tu vocación es una historia de amor, un enamoramiento de Dios. Un amor fiel, apasionado y eterno, que ha llevado a Dios a conquistar el corazón de esta hija suya, de Lucrecia y que la mueve a responder con un “sí” definitivo y sin reservas. Seguramente, querida hermana, tenías muchos pretendientes, eres joven, seguramente en esos pretendientes había sueños, pero el Señor te cautivó con un sueño mayor: entregar tu vida en las Esclavas Misioneras de Jesús. Y lo haces para ser feliz anunciando el evangelio en la misión.
Hermana Lucrecia, en Oseas el Señor te dice algo tierno y bonito: “Te desposaré conmigo para siempre” (Os. 2, 19). Ese “para siempre” es escandaloso en un mundo que teme los compromisos duraderos, que cambia con rapidez, que huye de lo definitivo. Pero tu vida será signo de lo eterno en medio de lo pasajero, testimonio de que hay un amor que no se cansa, que no se rompe, que no tiene fecha de caducidad.
Hermana, tu vida, perpetuamente consagrada hoy, será un camino de conocimiento del Señor, que nos ha recordado la primera lectura: cada Eucaristía, cada oración, cada servicio misionero, cada encuentro con los hermanos será ocasión de descubrir más hondamente quién es tu Esposo y cuánto te ama. Tu vida ayudará a muchos a conocer al Señor. Tu testimonio será un evangelio vivo, una predicación silenciosa pero elocuente, que diga a todos: “Dios es fiel, Dios te ama, Dios quiere unirse contigo para siempre”.
Hermana Lucrecia, el evangelio que hemos escuchado nos recuerda lo más importante en el seguimiento de Cristo. No sé cuántos bienes tenías, cuantos podía tener tu familia, pero lo que está claro es que lo has dejado todo por seguir a Jesús, a diferencia del joven rico del evangelio, y de esta forma eres un testimonio vivo de que Dios es la riqueza más valiosa que has elegido. Te entregas sin reservas, te entregas sin condiciones. La hermana Lucrecia nos da testimonio de que es posible vivir esta invitación de Jesús y dejar atrás las seguridades, las riquezas personales y familiares, dejar atrás los planes y sueños personales para hacer de Cristo el único tesoro.
Cuando Jesús invita a “venderlo todo y darlo a los pobres”, nos está señalando un estilo de vida. Hermana Lucrecia, los votos que hoy pronuncias hacen presente esa radicalidad evangélica:
- Pobreza: renuncias a poseer, para proclamar que tu tesoro es Cristo. Como dice el salmista: “El Señor es mi herencia y mi copa, mi suerte está en tus manos” (Sal 16,5).
- Castidad consagrada: eliges amar con un corazón indiviso, fiel, haciendo de tu vida un signo del amor total y exclusivo de Dios.
- Obediencia: te pones en manos de Dios a través de la mediación de la Iglesia y de tus superioras. Como Jesús, que declaró: “Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió” (Jn 4,34).
¡Qué diferente reacción del joven rico a la de nuestra hermana Lucrecia! El joven del evangelio, por no renunciar a la riqueza y no seguir a Jesús, “se marchó triste y cabizbajo porque era muy rico” (Mt. 19, 22); en cambio, miremos a la hermana Lucrecia: lo ha dejado todo y está aquí para decir sí, pero además está alegre y con la cabeza bien alta, a diferencia del joven rico. Seguir a Jesús nos regala alegría, ilusión y felicidad plena.
No podemos terminar sin mirar a la Virgen María, la primera “esclava del Señor”. Ella pronunció su “hágase” y está aquí, feliz. Hermana Lucrecia, que María te acompañe cada día en tu entrega perpetua; que te enseñe a guardar en el corazón lo que no entiendas y a proclamar con gozo las maravillas que el Señor haga en ti. Que tu vida sea siempre así.
+ Florencio Roselló Avellanas O de M
Arzobispo de Pamplona y obispo de Tudela