Bienaventurados, felices, dichosos, son las palabras que emplea Jesús en el evangelio (Cfr. Mt. 5, 1-12a) para distinguir a las personas que han sobresalido por una vida ejemplar, por una vida santa. A la vez nos está diciendo que los santos son siempre personas felices, dichosas, son personas que su vida irradia felicidad y que contagia alegría a los que están a su lado.
Todos los años la Iglesia, el día 1 de noviembre, nos invita a levantar la mirada a nuestro alrededor y pensar en las personas que conviven o han convivido con nosotros y en alguna ocasión hemos dicho “esta persona es un santo”, “es una santa”, “esta persona es especial”. Seguramente que, en más de una ocasión, de manera espontánea, hemos dicho esta expresión de alguien que conocíamos. Es la Fiesta de Todos los Santos. Hoy es un día, no para levantar la mirada a los altares de nuestras iglesias, ni para mirar el santoral, es un día para mirar en nuestras calles, en nuestras casas, a nuestros vecinos, y descubrir “los santos de la puerta de al lado”, gente que convive con nosotros. Son los santos anónimos, sencillos, que vivieron una vida digna de ser reconocida como santa.
Esta fiesta nos recuerda que la santidad no es un privilegio de unos pocos, sino que es una vocación de todos los bautizados, como nos dice Pedro “Sed santos, porque yo soy santo” (1 Pe 1,16). Estas palabras nos invitan a mirar nuestra vida sencilla y cotidiana con otros ojos, los que descubren que cada día, con nuestros trabajos y alegrías, con nuestros cansancios y esperanzas, puede ser una oportunidad para la santidad.
El Papa Francisco, en su Exhortación Apostólica Gaudete et Exsultate, nos recordaba con fuerza que la santidad “no está reservada a los que tienen tiempo para orar más o a los que viven apartados del mundo”, sino que “todos estamos llamados a ser santos viviendo con amor y ofreciendo nuestro propio testimonio en las ocupaciones de cada día” (14). No se trata de hacer cosas extraordinarias, tampoco ir en busca de milagros, sino de vivir lo ordinario de modo extraordinario, como una oportunidad para vivir el evangelio de manera sencilla, pero coherente. En nuestro trabajo, en los estudios, en la familia, en la vida de fe, en el ocio, en nuestro compromiso con los pobres, Dios nos da la ocasión de vivir una vida de santidad que florece en lo cotidiano.
Una vida que se enmarca en la generosidad y el compromiso. La santidad conlleva ponerse en camino, mirar hacia el otro, descubrir en los otros al mismo Cristo, que en muchas ocasiones está sufriendo y lo está pasando mal. Ahí nos llama Cristo, como leemos este día en el evangelio de las bienaventuranzas (Cfr. Mt. 5, 3-11). Jesús nos dice en este evangelio que seremos felices y bienaventurados si somos pobres, si trabajamos por la justicia y la paz, si en nuestra vida hay misericordia y amor, si damos testimonio de nuestra fe. Si vivimos todo esto seguramente alguien dirá de nosotros “esta persona es un santo”. No se nos reconocerá por los milagros, sino por nuestra generosidad y entrega por los demás. Y en este prójimo encontramos a los pobres, en los cuales se encarna Cristo, como nos ha dicho el papa león XIV en la Exhortación Apostólica Dilexi Te “en el rostro herido de los pobres encontramos impreso el sufrimiento de los inocentes, y por tanto, el mismo sufrimiento de Cristo” (9). Los pobres nos evangelizan, a través del mismo Cristo, encarnado en ellos, y por lo tanto los pobres nos muestran el camino de la santidad.
El papa León XIV, en el Jubileo de los jóvenes en Roma, en la misa final, el 3 de agosto decía a los jóvenes “Aspirad a cosas grandes, a la santidad, allí donde estén. No se conformen con menos. Entonces verán crecer cada día la luz del Evangelio, en ustedes mismos y a su alrededor”. El papa invitó a los jóvenes a buscar la santidad como algo grande, algo importante para su vida, insistía que la santidad no está en lo material, sino fuera de este mundo materialista e interesado, “Necesitamos alzar los ojos, mirar a lo alto”. La santidad está más allá de lo que ven nuestros ojos, sale del corazón y sube hasta Dios.
La santidad es respuesta concreta al amor de Dios. Implica mirar al prójimo con misericordia, perdonar, servir, construir la paz, cultivar la alegría. Es dejar que Cristo viva en nosotros, que sus sentimientos sean nuestros sentimientos. En un mundo donde tantas veces se exalta el éxito, el poder o la comodidad, el santo es aquel que vive la humildad del Evangelio, que no busca ser admirado, sino amar. Los santos no son perfectos, pero sí personas que se dejan amar y moldear por Dios.
Queridos diocesanos, el mundo necesita santos alegres, hombres y mujeres que vivan con coherencia y esperanza su vida y su fe. No pensemos que esto está fuera de nuestro alcance. La santidad está al alcance de todos, porque es Dios quien la realiza en nosotros si nos dejamos guiar por su Espíritu.
+ Florencio Roselló Avellanas O de M
Arzobispo de Pamplona y obispo de Tudela

