Misa por los sacerdotes fallecidos a lo largo del 2025

Homilía pronunciada por el Arzobispo don Florencio Roselló, el pasado 14 de noviembre, en la capilla del Seminario de Pamplona, con motivo de la Misa celebrada por los sacerdotes de la Diócesis fallecidos en el año 2025


Queridos familiares, hermanos sacerdotes, consagrados, diáconos, seminaristas y fieles todos de nuestra querida diócesis de Pamplona y Tudela.

A este funeral de nuestros hermanos sacerdotes fallecidos en este año 2025 nos ha traído aquí una doble motivación. Por un lado, los lazos de sangre, de amistad o de ministerio sacerdotal. Muchos de los presentes estábamos unidos y ligados a los difuntos por los cuales rezamos esta tarde: ligados como familia, como hermanos en el presbiterio o los tuvimos como sacerdotes en nuestras parroquias y movimientos. Una segunda razón de nuestra presencia es la fe que nos recuerda las palabras de Jesús: “Yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mí, aunque haya muerto vivirá” (Jn. 11, 25). Y nuestros hermanos sacerdotes están vivos en el Señor, porque han creído y han vivido, por lo que sabemos, fijando la mirada en Aquel que sabemos que nos ama.

En la celebración de hoy, tierra y cielo se tocan. Mientras nosotros celebramos la Eucaristía en el altar de la tierra, en esta capilla del seminario donde tantas veces celebraron y concelebraron con sus hermanos en el presbiterio, ellos participan de la liturgia eterna en el altar del cielo. El mismo Cristo que ellos consagraron cada día es ahora su alegría eterna. Hoy una misma celebración nos une a las dos realidades: nosotros desde la tierra y ellos desde el cielo aclamamos al Dios de la vida.

Venimos a esta celebración con el corazón lleno de gratitud y esperanza. Gratitud por sus vidas entregadas, por su fidelidad, ¡cuánto valoro la fidelidad en un mundo de compromisos cortos y limitados! Esperanza porque sabemos que Dios nunca falla y que el Señor que llamó a estos sacerdotes a su servicio, a seguirle como pastores, hoy los acoge en sus pastos eternos. Esta esperanza que tanto predicaron en funerales y celebraciones, el día de su muerte se cumplía en ellos.

San Pablo, en la primera lectura, nos regala unas palabras que dan sentido a nuestra vida y a nuestra fe, “Si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con Él” (Rom 6,8).  El apóstol no habla de una esperanza vacía o de un consuelo superficial. Habla de una realidad profunda, vivieron toda su existencia bajo este signo pascual: morir con Cristo para vivir con Él.
Lo hicieron en cada Eucaristía que celebraron, en cada perdón ofrecido, en cada gesto de caridad. Hoy es una celebración de la vida, una vida de alegría, de gozo, sin sufrimiento ni lágrimas.

En el evangelio de san Juan, Jesús dirige unas palabras a sus discípulos en la Última Cena, “No se turbe vuestro corazón. Creed en Dios y creed en mi” (Jn 14,1). Era un momento en el que el miedo se había apoderado de ellos. También nosotros pudimos tener la misma sensación en la muerte de nuestros familiares sacerdotes. Pero el Señor no nos deja y nos pide que confiemos en él como lo hicieron estos sacerdotes. Creer en Dios nos lleva a ver la vida de otra manera, a entregarnos sin reserva y valorar lo que realmente es importante. Es poner a Dios como el centro de mi vida.

Corremos el riesgo de que de los difuntos nos quede solo un recuerdo. Los sacerdotes que hoy encomendamos dejan una herencia: una semilla de fe, una historia de servicio, una comunión que no se rompe con la muerte. Cada parroquia, cada comunidad, cada movimiento, cada tierra de misión, cada familia guarda una huella invisible de su paso. Un bautismo celebrado, una reconciliación propiciada, una Eucaristía que sostuvo la esperanza de muchos, un funeral que sembró esperanza son una herencia que no podemos enterrar.

Esa herencia nos compromete. Nos invita a continuar la obra comenzada, a mantener viva la llama del Evangelio. A los sacerdotes que seguimos en el camino, a los consagrados, a los laicos, esta celebración nos recuerda que nuestra vida no nos pertenece, que somos servidores de un pueblo y administradores de un misterio que nos supera. A los seminaristas os digo que estos sacerdotes que nos han precedido han trabajado mucho, se han entregado por nuestra diócesis, por nuestra Iglesia de Navarra, suspirando que otros vengan detrás y sigan su camino. Hoy sois vosotros los que cogéis su testigo y ellos con su vida os dicen: VALE LA PENA.

En medio de una sociedad que a veces olvida a Dios o duda del valor del ministerio sacerdotal, el testimonio de nuestros hermanos difuntos es un signo de esperanza. Nos enseñan que vale la pena entregar la vida, aun en la fragilidad y en el silencio, porque Dios es fiel. Ellos nos recuerdan que el sacerdocio no es una carrera ni un mérito, sino un servicio confiado por pura gracia. Tal vez sus nombres no aparezcan en los titulares, pero están grabados en el corazón de Dios y en la memoria agradecida de nuestro pueblo. Nos enseñan que lo importante no es la apariencia del éxito, sino la fidelidad a la vocación sacerdotal, el amor y la disponibilidad humilde. Pidamos al Señor que la vida de los sacerdotes difuntos sea fermento de nuevas vocaciones. Que su entrega y testimonio cale en los jóvenes de nuestra diócesis a seguir sus pasos.

Eskerrik asko gure apezen alde otoitz egíteagatik (gracias por orar por los sacerdotes).

 

+ Florencio Roselló Avellanas O de M

Arzobispo de Pamplona y obispo de Tudela

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