- Homilía pronunciada por el Arzobispo don Florencio, el pasado 18 de abril, Viernes Santo, con motivo de la acción litúrgica de la pasión y la muerte del Señor
Hoy no venimos a celebrar la eucaristía. La Iglesia guarda silencio, lo hemos escenificado al principio de estos oficios. No hay canto, no hay palabras, todo es silencio. Cuando no encontramos las palabras adecuadas, es mejor guardar silencio, mejor no hablar, callar, mejor contemplar. Como nos ha relatado Isaías en la primera lectura también somos de los que el Siervo de Yavhé “asombrará a muchos pueblos, ante él los reyes cerrarán la boca, al ver algo inenarrable y contemplar algo inaudito”.(52, 14). Hoy también nosotros estamos asombrados, cerramos la boca porque la cruz nos descoloca. La cruz nos desborda y nos supera. Esta tarde la cruz desnuda, el madero del suplicio, el escándalo, que se transforma en trono, en altar y en victoria nos interroga.
En la lectura de la pasión que hemos leído, al final la Escritura nos dice, “Mirarán al que traspasaron”. (Jn. 19, 37) En esta tarde es lo único que podemos hace, MIRAR. Pero en esta contemplación qué vemos cuando miramos la cruz, qué vemos cuando vemos a Cristo en ella. Palabras no articulamos, tampoco logro una melodía agradable, la cruz nos desconcierta y rompe nuestros esquemas mentales, nos cuesta aceptar que todo acabe en la cruz. En esta situación nos cuesta rezar, solo nos queda la contemplación, la mirada fija en la cruz, pero ¿qué vemos cuando contemplamos la cruz?
En la cruz veo amor. Ayer decía que el amor tenía forma de jarra, de palangana para lavar los pies, tenía forma de toalla para secar. Hoy el amor tiene forma de cruz. Porque en ella muere Jesús por amor, en ella es crucificado el que da la vida por nosotros. Es cierto que en la cruz hay sufrimiento, pero ese sufrimiento está atravesado por el amor, y el amor es lo único que puede traer la verdadera paz y la auténtica reconciliación. No digas cruz, di amor, porque es la expresión más dura, pero también más bella de definir la cruz, espacio y fuente de amor.
En la cruz veo perdón. “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc. 23, 34), es la expresión más profunda de amor cuando Jesús perdona a quien le ha crucificado, perdona a quien le ha acusado y a quien le ha traicionado. La cruz es perdón y es reconciliación. Es un perdón tan sutil, tan humano, que para perdonar les exime de su responsabilidad, dice “que no saben lo que hacen”, es una forma de perdonar, de comprender su actuación, pero sobre todo es una manera de darles la oportunidad de cambiar, de volver a empezar sin pecado y sin responsabilidad. No digas cruz, di perdón.
En la cruz veo paz, veo no violencia. La muerte de Jesús en la cruz fue una muerte violenta, además de injusta. Con estos dos componentes, violencia e injusticia, fácilmente se podían haber desarrollado respuestas violentas de los seguidores de Jesús, pero no, en primer lugar, detiene una reacción violenta de sus seguidores en el Huerto de los Olivos “Y uno de ellos hirió al criado del sumo sacerdote y le cortó la oreja derecha. 51Jesús intervino diciendo: «Dejadlo, basta» (Lc. 22, 50-51). La cruz nos presenta a un Dios que, en vez de responder con violencia, absorbe el mal y ofrece perdón. La cruz hace una llamada a la Iglesia a encarnar y confiar en el poder reconciliador del perdón. El camino de la paz es la cruz de Jesucristo. Por eso no digas cruz di paz.
En la cruz veo conversión, expresado en el diálogo de Jesús con el ladrón arrepentido. Le dice a Jesús “Acuérdate de mí cuando llegues a tu reino». 43Jesús le dijo: «En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso”.(Lc. 23, 42-43). Crucificado entre dos ladrones Jesús ofrece el perdón para los dos, y uno de ellos se arrepiente, Jesús le ofrece un puesto junto a él en el paraíso. Lo mismo ocurre con el centurión, que, al pie de la cruz, tras la muerte de Jesús, no encuentra explicación y proclama un acto de fe, “Realmente, este hombre era justo”. (Lc. 23, 47). El mismo centurión que le crucifica, que le vigila para que no escape, que está junto a la cruz para asegurar la muerte de Jesús, se convierte, la cruz la hace tambalear sus esquemas de soldado de centurión, para ser soldado de Dios. Por eso no digas cruz, di conversión.
En la cruz veo el regalo de la maternidad, Jesús, al ver a su madre y junto a ella al discípulo al que amaba, dijo a su madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo». Luego, dijo al discípulo: «Ahí tienes a tu madre». Y desde aquella hora, el discípulo la recibió como algo propio. (Jn, 19, 26-27). Es en la cruz donde Jesús nos regala a su madre, es en la cruz donde Jesús nos entrega lo que más quería, su madre, por eso la cruz no es algo a desechar, sino algo a valorar. En la cruz la maternidad de María se revaloriza, convertida en fidelidad y perseverancia en el dolor y sufrimiento de su hijo. Es la imagen de la maternidad de tantas madres que luchan por sacar adelante a sus hijos. No digas cruz, di maternidad, di María.
En la cruz veo rostro de mujer. En la resurrección escucharemos que serán las mujeres las que verán el sepulcro vacío. Hoy en el texto de la pasión se nos relata que son las mujeres las que están al pie de la cruz, “Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María, la de Cleofás, y María, la Magdalena”.(Jn. 19, 25). En la última cena todo eran hombres, los doce apóstoles, en la fiesta, en la celebración, los hombres. Con el paso del tiempo van desapareciendo todos, y solo quedan las mujeres en el momento de dolor, en la cruz, en la soledad. Junto a ellas también el discípulo que tanto quería Jesús, pero del que no se dice el nombre, son ellas las que tienen el protagonismo, con nombre, con rostro. Ellas, a las que tanto tiene que agradecer la Iglesia y con las que debe de contar más en el futuro. No digas cruz, di mujer.
Pero en esta cruz que contemplo esta tarde, veo muchos rostros, nuevos cristos, nuevos crucificados, que viven una experiencia de crucifixión, de dolor y en algunos casos de muerte. Su vida es una pasión constante diaria que les obliga a llevar una cruz pesada, en muchos casos una cruz que han encontrado en el camino de sus vidas. Estos nuevos crucificados que tienen rostros de pobres, de hambrientos, de enfermos, de ancianos, de migrantes, de presos, de mujeres víctima de violencia de género, de mujeres víctimas de trata, de jóvenes sin vivienda y sin trabajo. Nuestra sociedad tiene muchas cruces, pesadas, complicadas de llevar y esta tarde pedimos nuevos cirineos que les regalen un hombro, una sonrisa, es la Iglesia que camina junto a los nuevos crucificados. Es la Iglesia que bebe en la eucaristía, y que es fuente de amor que se derrama sobre los nuevos crucificados. Es la Iglesia samaritana que quiere redimir y liberar a los pobres de cruces injustas e insolidarias. Es la Iglesia que no mira hacia otro lado y ve el rostro de los nuevos crucificados, descubriendo al mismo Cristo crucificado en ellos.
Pero a pesar de todo, a pesar de las muchas y pesadas cruces de la vida, tenemos la certeza, de que la cruz no es el final, en contra de lo que muchas personas creen, eso sería terrible, sería admitir el fracaso de Jesús. Aunque hoy no cantemos “Aleluya”, aunque el sepulcro parezca sellado, sabemos que el amor no muere. La cruz nos lleva al silencio del Sábado Santo y luego a la resurrección de Jesús. Es cierto que el resucitado antes es crucificado, pero es el camino para la resurrección. No hay Pascua sin Viernes Santo. No hay gloria sin cruz. Así es la lógica de Dios: paradójica, pero profundamente verdadera.
No tengamos miedo de la cruz. Miremos a Cristo crucificado, y veremos el rostro del amor verdadero. Acerquémonos a su cruz no solo para contemplarla, sino para abrazarla, para llevar la nuestra con esperanza. Porque en esa cruz está nuestra salvación, y en ella, nuestra victoria. La seguridad de la resurrección es la esperanza que no defrauda (Rm. 5, 5), en este año en el que el Papa Francisco nos ha convocado al Jubileo de la esperanza.
+ Florencio Roselló Avellanas O de M
Arzobispo de Pamplona y obispo de Tudela